martes, 25 de enero de 2011

Independencia acústica

El concierto terminó a las 23 horas. ¡Fue todo un éxito! Después de beber unas copas con sus compañeros de la orquesta, Ruperto se fue a dormir. La noche todavía era joven, pero casi todos estaban cansados. Saludó a los últimos rezagados del grupo y salió caminando por la calle del puerto. Al cerrar la puerta del bar, se dio cuenta de que estaba un poco ebrio, no midió sus fuerzas y empujó la puerta con cierta vehemencia.

Los ensayos semanales habían sido agotadores. Fue difícil ponerse de acuerdo con los agudos violines, porque elevaban las notas a sonidos tan altos que tocaban, por un instante, la puntita de una nube. Él quería sonidos más terrestres, entonces insistía con las teclas más graves; por momentos, lograba una frecuencia de vibraciones tan pequeñas que llegaban a pesar como un yunque.

En el camino, de regreso a la pieza de la pensión donde vivía, sintió una leve molestia en el oído izquierdo, pero no le dio mayor importancia. “Debe ser por la exigencia del concierto”, pensó por un instante fugitivo.Por la mañana, como de costumbre, salió al balcón de su pieza para escuchar a un zorzal que cantaba allí todos los días, posado sobre las ramas de un viejo árbol que había crecido muy alto y, en algún momento, atravesó parte de su balcón, para llegar a rozar, apenas, el cristal de su ventana. Pero, desde hacía un tiempo, Ruperto dormía con la ventana abierta. El calor era agobiante en la ciudad, no corría una gota de aire. El zorzal no cantó esa mañana. Él aprovechó para observar detenidamente la rama del árbol y comprobó sorprendido que se había extendido y llegaba ya hasta la cabecera de su cama. “Qué extraño, —pensó—, si ayer nomás llegaba hasta el vidrio de la ventana”. Era verdad, el calor había comenzado esa última semana, a finales de agosto, y Ruperto no había notado que las ramas del viejo árbol habían crecido a toda prisa.


En menos de lo que canta un gallo, el árbol ya estaba lleno de flores: una especie de calas muy blancas y pequeñas. Tampoco tardó mucho tiempo en llenarse de frutos: unas pelotitas verdes que se pudren colgadas de la rama o se caen y ensucian todo el suelo. A partir de aquel día, comenzó todas las mañanas a juntar pelotitas por toda la habitación, algunas, también, de arriba de su cama.

Una mañana, mientras se daba una ducha, volvió a sentir el dolor en el oído izquierdo. Cuando terminó, se observó al espejo y notó que le salían unas hojitas de adentro. Las retiró con cuidado y una vez más no le dio importancia al asunto.

Luego de la ducha, volvió a su habitación y puso un disco de pasta en la antigua vitrola, que atesoraba desde la muerte de su abuelo. Salió al balcón para absorber, aunque sea poco, el aire de la mañana. La música de la vitrola se hizo imperceptible, estaba ensombrecida por otro canto. El zorzal había vuelto y cantaba más estupendo que antes de la ausencia. De pronto, su oreja izquierda le contestó el canto al ave.


—Ruperto, Ruperto —repetía una voz gravísima cerca de su cabeza— Ruperto, Ruperto…

—¿Quién habla? —dijo Ruperto, un poco mareado.

—Soy yo, tu oreja.

—¿Qué?

Luego una leve molestia, un zumbido. La oreja emprendió vuelo, desplegó sus alas y se refractó en el cielo límpido una mañana a fines de agosto; la seguía el zorzal y la brisa.

Por un tiempo, Ruperto se sintió apenado. Luego comprendió que la pobre necesitaba su independencia. No le guardó más rencores y se olvidó del asunto. Pero antes tuvo que cambiar algunas cosas en su vida, dejó la música y se hizo jardinero.


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