viernes, 30 de mayo de 2014

El loco

La música de la radio se pierde en la atmósfera del taller. Vicente intenta concentrarse en el papel blanco. A veces, los recuerdos recorren afiebrados laberintos mentales para hurgar obsesivamente como mulitas en el fondo de un pozo; un pozo profundo en el centro de la Tierra.
Su psiquiatra cree que los talleres de arteterapia ayudan a sus pacientes a atravesar los traumas que los aquejan porque, según él, todo proceso catártico y creativo es sanador. Dos o tres veces por semana, los internos del neurosiquiátrico asisten al taller de arte. Vicente ha logrado garabatear unas inconexas manchas amarillas y rojas y se alegra. Quizás la próxima vez, cuando las vuelva a contemplar con detenimiento, se sorprenda de lo que ha logrado o tal vez lo borrará todo y comenzará de nuevo.

Entonces Vicente toma con mucho cuidado un pincel grueso y lo moja en la paleta de colores para, luego, desparramar el pigmento pringoso, poco maleable, por el papel enhiesto, que se mantiene así porque está sujeto a un atril destartalado que, debido a la presión que ejerce el brazo sobre la hoja, se balancea hacia los costados. Pero hace equilibrio, no llega a caerse.
Las primeras manchas intentan juntarse para dar forma a un cuerpo, un cuerpo joven. Vicente cierra los ojos para imaginar las curvas, la superficie tersa de la piel: una piel suave y firme.
Extiende el brazo hacia adelante y pinta en el aire lo que sus ojos, cerrados con fuerza, y el recuerdo le devuelven, confusamente.
Entonces puede ver, aunque tenga los ojos cerrados, los detalles de la epidermis: unos pequeños vellos rubios erizados en el antebrazo izquierdo; una antigua cicatriz en la pantorrilla derecha, seguramente, producto de un accidente con la cadena de una bicicleta, porque los eslabones han quedado levemente marcados, aunque nítidos.
Y de pronto, una nebulosa le arrebata la imagen y desaparece repentinamente. Abre los ojos y se da cuenta de que no ha quedado nada en la hoja, sólo las primeras manchas, aquellas que intentaban juntarse, porque ha estado pintando en el aire y en su memoria.
La música de la radio vuelve, de pronto y con más volumen,  a la atmósfera del taller y, como por arte de magia, le gana terreno a los demás sonidos: los alaridos frenéticos de Jacinto, la voz del coordinador intentando poner orden a la situación, las voces de los demás internos, el pitido lejano del tren de cargas, el obsesivo sonido que generan los pinceles insistiendo en las hojas: las cerdas endurecidas, que han sido usadas cientos de veces, raspan el papel, también duro y poco absorbente, una y otra vez, sin cesar.
Vicente se asoma a la ventana y contempla el parque. Por momentos le parece ver a Cielo que corre, a todo lo que da, en dirección al taller, pero luego se esfuma. Momentáneamente, él cree tener un tema para su cuadro: pintará a su perrita coker corriendo por un parque inmenso, lleno de flores monstruosas y animales salvajes que se despedazan unos a otros sin piedad. En aquel momento, Cielo vuelve a correr a su encuentro como cuando él era chico. Ahora, puede oler el pasto mojado por el rocío de la mañana y el perfume artificial de los diluyentes, de los aceites y pigmentos.
Piensa, fugazmente, en su familia. Trata de recordarlos, pero abandona el pensamiento y mira una vez más por la ventana. 
Cuando el coordinador ha logrado poner un poco de orden y todo parece volver a la normalidad; Vicente se aleja de la ventana, vuelve a su cuadro y observa detenidamente las manchas, aquellas primeras manchas que intentaban juntarse. La nueva luz, el sol más intenso del mediodía, logra un efecto revelador: distingue en las máculas un surco de agua roja, una zanja de agua oscura y barro.