domingo, 7 de diciembre de 2014

El loco (quinta parte)

5

La postal dice Vicente sacudiendo un cartón— contiene sus últimas, definitivas, palabras. Ahora lee un fragmento:

El cielo rojizo, por las llamas. Somos náufragos del tiempo. Hay esquirlas de explosivos oceánicos... Estamos acá, en el puerto desierto... El miedo es confuso. Extraño las tardes de verano. Estación de lluvias cálidas… 

Entonces, Jacinto se la pide para verla. Quería verla de cerca, examinarla. Vicente le extiende esa cartulina oxidada por los años y él la observa detenidamente, la sostiene con ambas manos y la observa con detenimiento. De pronto, una lágrima le baja, lenta, por el rostro.
Vicente se le acerca, intrigado. No está leyendo la letra manuscrita y confusa de su hermano. Está mirando la imagen impresa en el frente: una oveja cheviot muy lanuda, que va camino a la esquila o al muere, mira a cámara con sus ojitos tristes.

—Dame eso para acá.


domingo, 2 de noviembre de 2014

El loco (cuarta parte)

4

Vicente está parado en la esquina del cuarto, con los brazos en jarra. Espera que algo suceda. Quiere ver a su hermano, Teófilo, hablar con él un rato. Pero ya no es posible, está allí entre esas cuatro paredes descascaradas, maldiciendo su suerte, masticando cada palabra que surge de su cabeza.
Ha hecho los pases mágicos como los hacía doña Dora y nada, seguramente se debe a la falta de un espejo. Ningún ánima se le ha presentado hoy, sólo palabras en su cabeza, voces del tiempo que el viento le trae en susurros. 
Esas palabras se mezclan con los gritos de Jacinto que viene corriendo, de4 pronto, desde el patio por el pasillo, a toda velocidad.
—Che, Vicente —le dice Jacinto, acercándose de a poco a su oído, como si fuera a contarle un secreto—. ¿Sabés una cosa?
Cuando llega a la puerta de la habitación, se detiene, clava sus pies en el piso, pero la inercia le tira el torso un poco hacia adelante. Hace equilibrio para no caerse y logra enderezarse.   
—No, ¿qué pasó?
Lo de abajo: las estrellas, por ejemplo —le dice—, son la metamorfosis de la ignorante cualidad de los abrigos y los cocodrilos, a veces, zapateros. ¿Sabés cuánto brillo hay en una ciénaga? ¿Cuánta algarabía en las profundidades de un cielo frondoso?
Las palabras de Jacinto lo arrebatan de su ensimismamiento. “Por hoy fue suficiente. Ya no vendrán”, se consuela entristecido y nostálgico. “Hay un tango…”, piensa, pero no recuerda el título.  
Ahí van los lagartos, Vicente, siempre hacia el polo. El frío les da un refugio oscuro, la noche un lugar de descanso seguro. Se descaman. Sí. Se comen un insecto y algunos reptan infelices, como en una fábrica de golosinas.
—Claro, Jacinto, es verdad —Sergio le da la razón como a un loco.
Vicente va hasta su cama, agarra una libreta negra y anota los desvaríos y ocurrencias de su compañero. Después las leerá mil veces y las corregirá, como siempre. A veces, le gusta mezclarlas con otras voces y con ideas que se le van ocurriendo.
—¿Escuchás? —le pregunta Jacinto—. Miles de voces gritando, como grillos, saturan la quemazón del tiempo libre. Un lugar de fuego masivo en columpios de madreselvas atónitas.
Su psiquiatra le dice que escribir está muy bien, que es una forma de exorcizar a los fantasmas. Pero él no los quiere alejar, quiere que se hagan presentes, que se materialicen.   
Un rayo, mondadientes, artículos de plástico, productos de porcelana, variedad de cosas sin nombre… —continúa enumerando Jacinto y él anota con precisión lo que el otro le va dictando.

Intenta morder el lápiz, pero sus pocos dientes se lo impiden. 


miércoles, 15 de octubre de 2014

El loco (tercera parte)

3

El hambre lo trae de vuelta. Ahora debe ir al comedor, porque en cualquier momento servirán la medicación y la merienda. Espera que no sea nada para masticar, porque casi no tiene dientes y se le dificulta morder cosas duras o fibrosas, como la carne.
Se incorpora y estira un poco las piernas, están entumecidas. Luego, se agacha para agarrar una libreta que está debajo de su cama. Por la tarde les leerá alguno de sus textos a Jacinto y a otros internos que puedan estar interesados.
Antes de salir, despierta a su compañero de cuarto que está roncando en la cama de al lado.

—Vamos a merendar, Jacinto —le dice y lo zamarrea.  


martes, 17 de junio de 2014

El loco (segunda parte)



2

La medicación, de a poco, comienza a hacerle efecto. Una luz amarillenta le corta el cuerpo en dos mitades simétricas. Extiende el brazo, intentando atrapar las pelusas que flotan en el rayo lumínico, pero se le escapan.
Los árboles llenos de pájaros lo aturden, son como gritos de auxilio. Alguien lo necesita. Las voces que a veces retumban en su cabeza, ahora, están afuera: en el espacio exterior, en el grito de las aves, en los autos que pasan a gran velocidad por la avenida, en el pitido lejano del tren de cargas, en los alaridos frenéticos de Jacinto, su compañero de cuarto, cuando los enfermeros intentan atarlo a la cama para que no se clave un alambre oxidado en el ojo izquierdo.
Los sedantes le relajan los músculos y el cuerpo. Todo. Es como un ánima que flota, levita levemente por la habitación a media luz y se pierde en el sueño, que ya no es pesadilla. Se recuesta en el camastro desvencijado que le sirve de cama y se entrega.
En ocasiones, Vicente sueña con su hermano Teófilo en una tarde de lluvia. La bicicleta apoyada en el alambrado de la entrada, debajo de los frondosos paraísos, cuyas copas emulan gigantescos paraguas que detienen el chaparrón: el agua se acumula, mágicamente, entre las ramas verdes.





















El lago y el olor a tierra mojada, como él, también flotan en el aire y la tarde cae lenta y se disipa en el crepúsculo gris. Entonces, el hermano se resbala y se cae en el césped húmedo. Pretende levantarse pero el barro demasiado blando lo somete.
Sin querer, porque sabe el desenlace, mira a su hermano pero se detiene en una hoja seca que se muere lentamente a un costado del cuerpo tendido: los laberínticos pliegues dispersos y la lluvia que persiste en una gota, suspendida en una de las muchas nervaduras que la componen.
Al despertar grita: “La concha de dios y la santísima hija de remil putas de la virgen” y se aproxima a la pared. Parece que va a golpearla pero detiene el puño unos centímetros antes. “¿Por qué no hay un espejo en esta pared?”. Hace mucho tiempo no se contempla en uno. Intenta, entonces, comunicarse con los muertos, sus muertos, para ver si le dicen algo, le aclaran un poco las cosas. 

viernes, 30 de mayo de 2014

El loco

La música de la radio se pierde en la atmósfera del taller. Vicente intenta concentrarse en el papel blanco. A veces, los recuerdos recorren afiebrados laberintos mentales para hurgar obsesivamente como mulitas en el fondo de un pozo; un pozo profundo en el centro de la Tierra.
Su psiquiatra cree que los talleres de arteterapia ayudan a sus pacientes a atravesar los traumas que los aquejan porque, según él, todo proceso catártico y creativo es sanador. Dos o tres veces por semana, los internos del neurosiquiátrico asisten al taller de arte. Vicente ha logrado garabatear unas inconexas manchas amarillas y rojas y se alegra. Quizás la próxima vez, cuando las vuelva a contemplar con detenimiento, se sorprenda de lo que ha logrado o tal vez lo borrará todo y comenzará de nuevo.

Entonces Vicente toma con mucho cuidado un pincel grueso y lo moja en la paleta de colores para, luego, desparramar el pigmento pringoso, poco maleable, por el papel enhiesto, que se mantiene así porque está sujeto a un atril destartalado que, debido a la presión que ejerce el brazo sobre la hoja, se balancea hacia los costados. Pero hace equilibrio, no llega a caerse.
Las primeras manchas intentan juntarse para dar forma a un cuerpo, un cuerpo joven. Vicente cierra los ojos para imaginar las curvas, la superficie tersa de la piel: una piel suave y firme.
Extiende el brazo hacia adelante y pinta en el aire lo que sus ojos, cerrados con fuerza, y el recuerdo le devuelven, confusamente.
Entonces puede ver, aunque tenga los ojos cerrados, los detalles de la epidermis: unos pequeños vellos rubios erizados en el antebrazo izquierdo; una antigua cicatriz en la pantorrilla derecha, seguramente, producto de un accidente con la cadena de una bicicleta, porque los eslabones han quedado levemente marcados, aunque nítidos.
Y de pronto, una nebulosa le arrebata la imagen y desaparece repentinamente. Abre los ojos y se da cuenta de que no ha quedado nada en la hoja, sólo las primeras manchas, aquellas que intentaban juntarse, porque ha estado pintando en el aire y en su memoria.
La música de la radio vuelve, de pronto y con más volumen,  a la atmósfera del taller y, como por arte de magia, le gana terreno a los demás sonidos: los alaridos frenéticos de Jacinto, la voz del coordinador intentando poner orden a la situación, las voces de los demás internos, el pitido lejano del tren de cargas, el obsesivo sonido que generan los pinceles insistiendo en las hojas: las cerdas endurecidas, que han sido usadas cientos de veces, raspan el papel, también duro y poco absorbente, una y otra vez, sin cesar.
Vicente se asoma a la ventana y contempla el parque. Por momentos le parece ver a Cielo que corre, a todo lo que da, en dirección al taller, pero luego se esfuma. Momentáneamente, él cree tener un tema para su cuadro: pintará a su perrita coker corriendo por un parque inmenso, lleno de flores monstruosas y animales salvajes que se despedazan unos a otros sin piedad. En aquel momento, Cielo vuelve a correr a su encuentro como cuando él era chico. Ahora, puede oler el pasto mojado por el rocío de la mañana y el perfume artificial de los diluyentes, de los aceites y pigmentos.
Piensa, fugazmente, en su familia. Trata de recordarlos, pero abandona el pensamiento y mira una vez más por la ventana. 
Cuando el coordinador ha logrado poner un poco de orden y todo parece volver a la normalidad; Vicente se aleja de la ventana, vuelve a su cuadro y observa detenidamente las manchas, aquellas primeras manchas que intentaban juntarse. La nueva luz, el sol más intenso del mediodía, logra un efecto revelador: distingue en las máculas un surco de agua roja, una zanja de agua oscura y barro.