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—La postal —dice Vicente sacudiendo un cartón— contiene sus últimas, definitivas,
palabras. Ahora lee un fragmento:
El
cielo rojizo, por las llamas. Somos náufragos del tiempo. Hay esquirlas de
explosivos oceánicos... Estamos acá, en el puerto desierto... El miedo es
confuso. Extraño las tardes de verano. Estación de lluvias cálidas…
Entonces, Jacinto se la
pide para verla. Quería verla de cerca, examinarla. Vicente le extiende esa
cartulina oxidada por los años y él la observa detenidamente, la sostiene con
ambas manos y la observa con detenimiento. De pronto, una lágrima le baja,
lenta, por el rostro.
Vicente se le acerca,
intrigado. No está leyendo la letra manuscrita y confusa de su hermano. Está
mirando la imagen impresa en el frente: una oveja cheviot muy lanuda, que va camino a la esquila o al muere, mira a
cámara con sus ojitos tristes.
—Dame eso para acá.