La música de la radio
se pierde en la atmósfera del taller. Vicente intenta concentrarse en el papel
blanco. A veces, los recuerdos recorren afiebrados laberintos mentales para
hurgar obsesivamente como mulitas en el fondo de un pozo; un pozo profundo en
el centro de la Tierra.
Su psiquiatra cree que
los talleres de arteterapia ayudan a sus pacientes a atravesar los traumas que
los aquejan porque, según él, todo proceso catártico y creativo es sanador. Dos
o tres veces por semana, los internos del neurosiquiátrico asisten al taller de
arte. Vicente ha logrado garabatear unas inconexas manchas amarillas y rojas y
se alegra. Quizás la próxima vez, cuando las vuelva a contemplar con
detenimiento, se sorprenda de lo que ha logrado o tal vez lo borrará todo y
comenzará de nuevo.
Entonces Vicente toma
con mucho cuidado un pincel grueso y lo moja en la paleta de colores para,
luego, desparramar el pigmento pringoso, poco maleable, por el papel enhiesto,
que se mantiene así porque está sujeto a un atril destartalado que, debido a la
presión que ejerce el brazo sobre la hoja, se balancea hacia los costados. Pero
hace equilibrio, no llega a caerse.
Las primeras manchas
intentan juntarse para dar forma a un cuerpo, un cuerpo joven. Vicente cierra
los ojos para imaginar las curvas, la superficie tersa de la piel: una piel
suave y firme.
Extiende el brazo hacia
adelante y pinta en el aire lo que sus ojos, cerrados con fuerza, y el recuerdo
le devuelven, confusamente.
Entonces puede ver,
aunque tenga los ojos cerrados, los detalles de la epidermis: unos pequeños
vellos rubios erizados en el antebrazo izquierdo; una antigua cicatriz en la
pantorrilla derecha, seguramente, producto de un accidente con la cadena de una
bicicleta, porque los eslabones han quedado levemente marcados, aunque nítidos.
Y de pronto, una
nebulosa le arrebata la imagen y desaparece repentinamente. Abre los ojos y se
da cuenta de que no ha quedado nada en la hoja, sólo las primeras manchas,
aquellas que intentaban juntarse, porque ha estado pintando en el aire y en su
memoria.
La música de la radio
vuelve, de pronto y con más volumen, a
la atmósfera del taller y, como por arte de magia, le gana terreno a los demás
sonidos: los alaridos frenéticos de Jacinto, la voz del coordinador intentando
poner orden a la situación, las voces de los demás internos, el pitido lejano
del tren de cargas, el obsesivo sonido que generan los pinceles insistiendo en
las hojas: las cerdas endurecidas, que han sido usadas cientos de veces, raspan
el papel, también duro y poco absorbente, una y otra vez, sin cesar.
Vicente se asoma a la
ventana y contempla el parque. Por momentos le parece ver a Cielo que corre, a
todo lo que da, en dirección al taller, pero luego se esfuma. Momentáneamente,
él cree tener un tema para su cuadro: pintará a su perrita coker corriendo por un parque inmenso, lleno de flores monstruosas
y animales salvajes que se despedazan unos a otros sin piedad. En aquel momento,
Cielo vuelve a correr a su encuentro como cuando él era chico. Ahora, puede
oler el pasto mojado por el rocío de la mañana y el perfume artificial de los
diluyentes, de los aceites y pigmentos.
Piensa, fugazmente, en
su familia. Trata de recordarlos, pero abandona el pensamiento y mira una vez
más por la ventana.
Cuando el coordinador
ha logrado poner un poco de orden y todo parece volver a la normalidad; Vicente
se aleja de la ventana, vuelve a su cuadro y observa detenidamente las manchas,
aquellas primeras manchas que intentaban juntarse. La nueva luz, el sol más
intenso del mediodía, logra un efecto revelador: distingue en las máculas un
surco de agua roja, una zanja de agua oscura y barro.
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