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Vicente está parado en
la esquina del cuarto, con los brazos en jarra. Espera que algo suceda. Quiere
ver a su hermano, Teófilo, hablar con él un rato. Pero ya no es posible, está
allí entre esas cuatro paredes descascaradas, maldiciendo su suerte, masticando
cada palabra que surge de su cabeza.
Ha hecho los pases
mágicos como los hacía doña Dora y nada, seguramente se debe a la falta de un
espejo. Ningún ánima se le ha presentado hoy, sólo palabras en su cabeza, voces
del tiempo que el viento le trae en susurros.
Esas palabras se
mezclan con los gritos de Jacinto que viene corriendo, de4 pronto, desde el
patio por el pasillo, a toda velocidad.
—Che, Vicente —le dice Jacinto, acercándose de a poco a su
oído, como si fuera a contarle un secreto—. ¿Sabés una cosa?
Cuando llega a la
puerta de la habitación, se detiene, clava sus pies en el piso, pero la inercia
le tira el torso un poco hacia adelante. Hace equilibrio para no caerse y logra
enderezarse.
—No, ¿qué pasó?
—Lo de abajo: las estrellas, por ejemplo —le dice—,
son la metamorfosis de la ignorante cualidad de los abrigos y los cocodrilos, a
veces, zapateros. ¿Sabés cuánto brillo hay en una ciénaga? ¿Cuánta algarabía en
las profundidades de un cielo frondoso?
Las palabras de Jacinto
lo arrebatan de su ensimismamiento. “Por hoy fue suficiente. Ya no vendrán”, se
consuela entristecido y nostálgico. “Hay un tango…”, piensa, pero no recuerda
el título.
—Ahí van los lagartos, Vicente, siempre
hacia el polo. El frío les da un refugio oscuro, la noche un lugar de descanso
seguro. Se descaman. Sí. Se comen un insecto y algunos reptan infelices, como
en una fábrica de golosinas.
—Claro, Jacinto, es verdad —Sergio le da la razón como a un
loco.
Vicente va hasta su
cama, agarra una libreta negra y anota los desvaríos y ocurrencias de su
compañero. Después las leerá mil veces y las corregirá, como siempre. A veces,
le gusta mezclarlas con otras voces y con ideas que se le van ocurriendo.
—¿Escuchás? —le pregunta Jacinto—. Miles
de voces gritando, como grillos, saturan la quemazón del tiempo libre. Un lugar
de fuego masivo en columpios de madreselvas atónitas.
Su psiquiatra le dice
que escribir está muy bien, que es una forma de exorcizar a los fantasmas. Pero
él no los quiere alejar, quiere que se hagan presentes, que se
materialicen.
—Un rayo, mondadientes, artículos de
plástico, productos de porcelana, variedad de cosas sin nombre… —continúa enumerando Jacinto y él anota
con precisión lo que el otro le va dictando.
Intenta morder el
lápiz, pero sus pocos dientes se lo impiden.